jueves, 10 de febrero de 2011

nota de pagina doce

ONTRATAPA

Están cebados

Por Eva Giberti

Las preguntas y los asombros se suceden cotidianamente. Los medios de comunicación recurren a quienes se supone que podríamos aportar razones y argumentos capaces de explicar las acciones de esta asamblea de criminales que amenaza con incendiar a una mujer. Hasta que elige hacerlo. Aunque ya escribí acerca del tema, y Página/12 publicó “Te voy a quemar viva”, la permanente demanda de quienes buscan alguna lógica detrás de estos episodios me autoriza a retomar la reflexión, merced a los llamados que recibimos en la línea telefónica 137 (Programa las Víctimas contra las Violencias - Ministerio de Justicia y Derechos Humanos) por parte de las mujeres amenazadas. Preferentemente mujeres jóvenes hostigadas por sus parejas. Pueden ingresar más tarde como víctimas del ataque incendiario.

¿Qué sucede con este delito? ¿Es diferente de la amenaza que grita: “¡te voy a matar!!”? No hay experiencia por parte de la víctima acerca de qué significa “ser matada”, pero el recuerdo de una quemadura es algo que existe en cualquiera de no-sotros, desde la niñez.

Sabemos cuánto y cómo puede doler la quemadura, cuánto tiempo tarda en cicatrizar y la marca que puede instalarse en el cuerpo. “Esta quemadura me la hice cuando tenía diez años...” es algo que mucha gente podría contar apelando al recuerdo que la señal del fuego o del calor intenso dejó sobre la piel o más profundo.

O sea, la amenaza es suficiente para quemar, para actuar psíquicamente en la memoria corporal y traducirse en estremecimiento. Además, la amenaza no es ajena al delito.

Cuando se produce el ataque con alcohol o con cualquier inflamable, los hechos exceden la interpretación psicológica, sin duda necesaria pero parcial. Porque para poder pensar este delito recurrimos a la categoría de la tragedia. Los cánones de la tragedia –que la muerte consagra– incluyen matices que no dejan resquicio, incluyen variables y experiencias humanas que se entablan entre dos sujetos, la víctima y el victimario cuando el varón sobrepasó el deseo de matar para persistir, él en persona, formando parte de la agonía de la mujer. Esta es una forma de su manera de gozar mediante el daño, enajenado por su propia perversidad. Porque su acción, su fuego/poder logra, al arder su víctima, que su presencia masculina se instale en el cuerpo de ella mientras la está matando. Consigue hacerlo mediante el progresivo ardor que la quemadura genera mientras se irradia el calor que las llamas encienden.

El homicida vive y acrecienta su poder en las llagas sucesivas y en el ardor insoportable que el fuego suscitó. Se trata de la combustión, aquello que el fuego precisa quemar para encenderse, es decir, el cuerpo de la víctima, imprescindible para el incendio, potencia el delito, le “otorga vida” en tanto y en cuanto aporta la superficie y la profundidad que la llama necesita para expandirse.

Es el cuerpo de ella lo que el sujeto precisa para ilustrar su deseo de matar y el placer que en el acto encuentra. Lo hace a partir de una muerte exquisitamente dolorosa, interminable, agónica y simbiótica con él mismo como atacante, ya que ella se lo lleva puesto en cada una de las heridas que día tras día pulsan en la carne viva.

Por eso no es cualquier clase de muerte, ni la amenaza es cualquiera. Ambas apelan y logran el terror anticipado y presente como conductor del espanto que forma parte de este delito. Que se asemeja a las torturas cuando éstas no matan. Cuando matan, la muerte las unifica en el final.

Esta descripción apunta a penetrar en la simplificación que podría resultar de este circuito de mujeres “quemadas” como una moda que algún episodio mediático cargado de información y exposición conjuró.

¿Se trata de una moda? Es una pregunta que ya escuché. Lo cual indica el deslizamiento mental y el tropiezo moral que significa pensar en una moda elegida para dañar gravemente, matar y aterrorizar, cualquiera de los verbos como ejercicio de poder masculino.

También para alertarse cuando algún medio sostiene que la víctima dijo “me quemé...” como si se tratase de un accidente que ella misma provocara. Tal vez alguna lo dijo, alcanzó a decirlo. Y quizá constituya un atenuante si la historia se lleva a juicio. Este es un punto que el género mujer precisa subrayar para ocuparse, con la misma seriedad y rigor que usamos para avanzar en otros terrenos, de aquello que la ley y quienes ejercen las normas del Derecho deciden frente a estos delitos. Que siempre precisan probarse para evitar que alguna injusticia recaiga sobre el sujeto.

El crimen pasional constituyó una tangente eficaz en las políticas discursivas de los operadores de la Justicia, particularmente cuando la víctima no puede aportar testimonios porque está muerta. La figura del crimen pasional –seguramente encontrada en la experiencia de los jurisconsultos que la propiciaron como argumento exculpatorio en favor de los homicidas de mujeres, que como sabemos necesitan ser comprendidos e interpretados–, esa figura del crimen pasional, se ha instituido en la formidable gambeta de algunos penalistas. Porque podría entenderse como pasional que el sujeto ensaye un abrazo mortal (para la mujer), encendido por la pasión. Palabra que los latinos describieron como la acción de sufrir, padecer, soportar asociado con la pasividad y aun con un estado enfermizo del alma. Aristóteles es quien habla de un impulso físico que un cuerpo da a otro; ambas perspectivas se conjugaron en el Medioevo, durante la Escolástica, cuando se escribía que el hombre “apasionado”, en sentido estricto, es aquel cuyas pasiones lo inclinan a actos contrarios a la recta razón. De allí la persistencia de un criterio que convierte a las pasiones en responsables por los actos del sujeto, los explican y justifican por definición. Como cuando se dice que “ese sujeto estaba loco cuando hizo lo que hizo”, anegando de locura, por lo tanto de inimputabilidad, a los responsables de estos femicidios. Desde esa perspectiva estaríamos asistiendo a una curiosa epidemia de pasionales enloquecidos, tesis que carece de coherencia en su sola enunciación.

Las categorías y clasificaciones con las que se abordan estos temas están lo suficientemente recortadas en las distintas disciplinas, tanto en el Derecho (delito pasional) cuanto en la Psiquiatría (enfermedad) como para que se diluyan los matices de crueldad específicamente humana que sugieren las amenazas previas y las acciones propias del encendido.

¿Cuál será la peligrosidad de quienes eligen este modelo? ¿Habrá riesgo de que vuelva a quemar a otra mujer? ¿Y si alguna vez, como ya sucedió, él mismo aparece como víctima con alguna parte de cuerpo chamuscado? Este ha demostrado constituirse –por lo menos para el público– en un argumento de inocencia y desgracia compartida frente al accidente inesperado.

Los actuales discursos que se ocupan de las violencias contra mujeres y niñas arriesgan la ilusión de habernos encaminado en la conquista de nuestros derechos. Pero frente a los femicidios el reclamo precisa la altura y el timbre de una voz que resuene en el agujero por donde se pierden algunos de los caminos que durante siglos fuimos abriendo en defensa de las víctimas. Agujero diseñado por las tradiciones que rigen las leyes y por los discursos de quienes las aplican, salvadas sean las históricas excepciones.

El ejercicio de crueldad que se sintetiza mediante la frase “otra mujer quemada” que aparece en distintas regiones del país es una noticia actualizada. Se producirá la pausa y quizá sea posible esperar que otro sujeto reitere la acción. Las mujeres ¿podrían asumir la prevención? Difícilmente aquellas que viven en el terror que el sujeto les impone mediante otra índole de violencias previas, tampoco las que prefieren esperar que él cambie.

Las denuncias telefónicas se constituyen en alarmas y alertas que pueden ser efectivas en tanto y en cuanto un equipo concurre inmediatamente para acompañar a la mujer amenazada y dejar constancia del primer momento del delito: la amenaza anticipatoria. Pero no alcanza. Porque un minúsculo y peligroso universo de hombres se ha cebado en el poder y en el placer que le produce la carne de una mujer envuelta en las llamas que él encendió.

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